De ángeles y demonios en este 8 de marzo
Foto. Cortesía

“Ni la pura reflexión, ni el simple sentimiento, sino sólo “un corazón  comprensivo” nos hace soportable el vivir en un mundo común, con otros que siempre son extraños, y nos hace asimismo soportables para ellos”.

Hannah Arendt.

La filósofa política por excelencia, Hannah Arendt, creía que lo que necesita un gobernante justo es un corazón comprensivo que le permita dilucidar plenamente el bien del mal. Según esta genial filósofa fue precisamente la incapacidad de comprender realmente lo que llevó a la crísis europea de principios del siglo XX. La teórica del totalitarismo entendió a lo largo de su investigación que la facultad humana de comprender —no sólo intelectivamente sino desde el plano moral— es fundamental para la sobrevivencia humana y, por ello mismo, condición de la propia actividad política.

Situados en el orden de la pluralidad humana, sólo una inteligencia sintiente o un corazón inteligente puede permitir a los seres humanos superar las múltiples formas de violencia que nos circundan y atraviezan. El conocimiento instrumental de los nazis, que es distinto de la auténtica comprensión propuesta por Arendt, queda representado en una conversación descarnada en una escena de la película “La vida es bella”. Una comensal hace cálculos mentales de una operación aritmética para demostrar la conveniencia económica de asesinar personas “discapacitadas”. La condición de persona de las hipotéticas víctimas le resulta irrelevante al personaje frente a la cantidad de dinero que su exterminio representa.

A esta deficiente capacidad de “entender” el mundo se refiere Hannah Arendt cuando desarrolla su idea de una verdadera comprensión, que pueda superar los vestigios activos del totalitarismo y la desorientación moral subsecuente. Si los seres humanos sólo tuviéramos voluntad (deseo) o intelecto (razón), nos veríamos imposibilitados de actuar con los otros, de otra manera que no fuera la traición. El dominio y la apetencia del Yo pueden ser tan irracionalmente intensos que supriman todo otro fin (el humano incluido). Afortunadamente también tenemos sensibilidad o «corazón».

Sin embargo, precisamente porque Maquiavelo tenía razón acerca de que la emoción, el afecto y la moral que lo nutren son, en sí mismos, limitantes a la acción de la razón y, por ende, de la libertad, Arendt propone para organizar el caos, en primer lugar, un «corazón pensante» o comprensivo y una «inteligencia sintiente» para la humanidad. En sintonía con Arendt, el filósofo Isaiah Berlin sostiene que Maquiavelo no postula una confrontación entre ética y política (como a veces se dice) sino dos tipos de moralidad: la individual y la social; la que se refiere a un compromiso individual y la que necesita una mirada más amplia para poder abarcar a todos los demás.

Desafortunadamente, ni a la filósofa o al cineasta se les ha prestado atención y con pesadumbre vemos que el Presidente tampoco ha leído o comprendido a Maquiavelo. Es evidente que a los machistas y a las buenas conciencias las feministas les resultamos insoportables. Pero ahora también somos molestas para los políticos patriotas (además de machistas y con buena conciencia) defensores de monumentos.

Cada vez que alguien se atreve a cuestionar la inconcebible decisión de mantener a Felix Salgado como candidato a gobernador, surgen voces de condena que recuerdan la famosa “presunción de inocencia”. Los defensores del señalado por violación, al menos por tres mujeres, usan esa bandera jurídica para defender a quien ha sido “intocable” durante más de veinte años de ocupar cargos de poder. Pero la presunción de inocencia es un derecho de todos y de todas las ciudadanas, no sólo de los machos que asientan su ejercicio de abuso de poder en el defectuoso sistema de justicia, que no nos representa.

Injustificadamente, con el estilo patriarcal de aplicación del derecho que sustituye a la auténtica justicia, los defensores de acusados de cualquier forma de agresión sexual sí creen que las mujeres no tienen derecho a la misma presunción de inocencia y de verdad. La presunción de inocencia del denunciado no es superior a la de las mujeres que lo acusan. Ellas son condenadas automáticamente por el juicio social que asume que ellas mienten (lo que viola de facto su presunción de inocencia y de verdad), al no haberles dado el derecho de un juicio justo.

Quienes cuestionamos a un régimen que permite que un personaje impresentable —por su dudosa moralidad en su comportamiento hacia las mujeres— sea candidato a gobernador, no esperamos que se le sentencie ipso facto (como socialmente les ocurre a las mujeres violadas que se atreven a denunciar) sin que medie un proceso legal honesto, riguroso y transparente. El cumplimiento de los acuerdos internacionales firmados por México hace décadas exige, además, que los juicios sean expeditos para lograr un efectivo acceso a la justicia para las mujeres. Lo que no ocurre en la mayoría de los casos.

Lo que las feministas exigimos es que los procesos legales se realicen sin privilegios, sin ningún tipo de influyentismo derivado del fuero que obstruye la aplicación de la justicia. Nadie espera que el Presidente usurpe funciones específicas de procurar justicia. Sólo esperábamos de él mayor sensibilidad para que, desde su función de autoridad, desegitime y cuestione la violencia contra las mujeres y la desigualdad. ¿Por qué le es tan difícil cuestionar con contundencia el origen de lo que poco a poco se convierte en el mayor de sus problemas: el machismo? ¿Qué le detiene de decir con firmeza: ¡Ya dejen de violar mujeres…!?

En tanto primera figura pública del país, el presidente es responsable de la seguridad de la ciudadanía de la que forman parte las mujeres (más del 50 %). El cuestionamiento que se le hace es por no poner en el mismo rango la exigencia de democracia que formula: “que decida el pueblo de Guerrero”, con la exigencia urgente de parar la violencia sexual. El problema es que no añada: ¡Y que dejen de violar mujeres! Su increíble defensa del uso de vallas para evitar que las feministas rayen monumentos históricos, en lugar de atender y comprometerse a resolver sus demandas, nos lleva a preguntar ¿cuál es su noción del bien y del mal?

Cuando López Obrador decide situar al feminismo del mismo lado en el que cotidianamente define para “sus adversarios”, está dibujando una visión polémica del mundo: de un lado los ángeles del patriarcado (al que él cree pertenecer), del otro los demonios del feminismo que (según él) lo atacan. Acostumbrado a discutir sólo con hombres, la política entre hombres que realiza el presidente lo llevó a decir el sábado que las vallas tenían mucho sentido. Sin mencionar siquiera el problema de fondo que las feministas plantean, se ve a sí mismo magnánimo al asegurar que las vallas protegen inclusive a las manifestantes.

Pero no se refiere a la protección exigida de terminar con la impunidad de asesinos y agresores diversos, sino al sentido ideológico de esa función masculina (incumplida más de 11 veces al día con cada feminicidio) que, como dice Simone de Beauvoir, está instalada en un cielo metafísico que sólo los machistas entienden y comparten. Con sus palabras y sus actos, como el de permitir la toma del zócalo por FRENA y cerrarlo para las manifestaciones de mujeres, el presidente expresa su posición política frente al feminismo y echa a las feministas a las fauces del machismo retrógrada que hoy tiene becas y mayores recursos con los que reforzar su poderío sobre las mujeres.

El machismo renovado de los seguidores de AMLO se ve fortalecido por esa evidente indiferencia que lo lleva a afirmar que respeta el movimiento, mientras no le hace el menor caso caso a sus demandas. Su gesto nos arroja y deja sometidas a la ferocidad del pueblo “bueno”, antaño sometido al poder económico de “los que robaban” y ahora igualmente oprimido, aunque ejercitando su poder patriarcal con el refuerzo de su mensualidad. Por ello se ha recrudecido la fuerte ofensiva de las redes sociales contra las feministas que impugnan la cada vez más cuestionable designación de Félix Salgado como candidato a gobernador.

Pero aunque el presidente repita tantas veces que “no somos iguales”, la única diferencia perceptible en este asunto es que el machismo “nuevo” se resguarda tras la misoginia como verdad oficial. Él autoriza las manifestaciones de feministas displicentemente, como simple derecho de expresión, desentendiéndose al mismo tiempo y con ese mismo gesto de la urgencia y validez de las demandas de las mujeres. Sus voces de reclamo las escucha etéreas, como si fueran emitidas por un coro de ángeles. Ciertamente, las mujeres han cumplido el papel de hacer del mundo un lugar maravilloso, siempre con recursos mínimos a su alcance como lo muestran las relaciones interpersonales de intercambio de “amor”. Sin embargo las jóvenes mujeres del siglo XXI se han cansado de esperar que se les reconozca y se les trate como seres humanos plenos de derecho.

Mientras tanto, siguen haciendo del mundo, con su magia, un lugar mejor. Un buen ejemplo de su capacidad creadora y de la portentosa fuerza que represntan, es su capacidad para apropiarse del mundo que les pertenece con la transformación del Zócalo capitalino y la valla metálica —colocada como medida de auto-protección— en un memorial de amor y de esperanza por la justicia, para todas las que han sido aniquiladas en un México sediento de amor, de nobleza y de integridad. Lo grave es que (igual que en la película que referimos al principio) el Presidente se atreva a defender abiertamente los monumentos históricos, sin ser capaz de comprender el valor de la profunda diferencia entre piedras y personas que todos los días ponen en juego el valor de su vida y de su dignidad.

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Estamos seguras de que a pesar de los obstáculos que hoy enfrentamos ante la traición de la cuarta transformación que nos excluye, las mujeres alcanzaremos en algún momento a construir espacios de igualdad y de justicia mejores que los actuales. Ojalá que lo logremos, como había sido hasta ahora, sin mayores sacrificios ni derramamiento de sangre…