Desacralizar pero también actualizarse. Sobre el ‘affaire’ Foucault
Foto. Cortesía

Hace unos días se dio a conocer una entrevista donde, para escándalo de muchos, un cierto autor afirma que él fue testigo de que el reconocido teórico francés Michel Foucault practicó la pederastia con niños de un cierto país africano allá por los años sesenta del siglo pasado. Pueden localizarse en internet y en varios medios los detalles de este penoso asunto. Más allá del puro interés morboso en la cuestión o de intentar defender a Foucault con el consabido argumento de que su pensamiento permanece incólume, me interesa presentar una postura propiamente filosófica acerca de lo que esta en juego aquí, sosteniendo que el hecho señalado ni puede ser ajeno a la totalidad del pensamiento de Foucault, ni su pensamiento y obra pueden reducirse a ese hecho.

En un reciente texto de estética (El poder del arte), el filósofo alemán Markus Gabriel sostiene el carácter de “autonomía radical” de la obra de arte, es decir, que el objeto artístico escapa a toda determinación. Un poco al paso, Gabriel cuestiona la suposición, de Michel Foucault y otros pensadores posmodernos, de que esa autonomía radical pueda predicarse igualmente de las personas, esto es, que es posible una “existencia estética”, o que las personas puedan ser tan autónomas como las obras de arte. Según Gabriel (lo que resulta obvio), es falso que seamos obras de arte o algo semejante a obras de arte.

Para Gabriel, de acuerdo con Kant, el sujeto humano solo es autónomo en un sentido relativo, en cuanto se somete reflexivamente al imperativo categórico, a la ley moral. Los seres humanos somos autónomos en tanto que sujetos morales, en tanto “humanos” y no en tanto este “yo” específico. Ser autónomo es darse una norma a sí mismo, que no es lo mismo que ser autárquico, que actuar sin niguna norma o convertir su puro deseo o voluntad subjetiva, su pura persona en la única norma. La norma que rige al sujeto autónomo, y que le otorga su calidad de sujeto moral, es el imperativo categórico, que es una norma válida para todos y no solo para mí; se trata, pues, de una norma universal. Por ejemplo: ser justos, tratar al otro como persona y no como un medio o una cosa, respetarlo, y todas las normas que puedan derivarse racionalmente de esos principios, como respetar a los menores de edad, o considerar a las mujeres como sujetos plenos, o combatir cualquier forma de injusticia y de discriminación, etc.

Para Foucault y el posmodernismo, el sujeto —su deseo, su sexualidad, su libertad— es objeto de determinaciones y controles político-culturales (el “poder”) que son totalmente ilegítimas y deben ser cuestionadas y destruidas. Esto, que puede ser cierto, no implica sin embargo que no haya ninguna determinación válida sobre la vida subjetiva, que ella no deba someterse a ninguna norma o principio. Foucault y el posmodernismo cuestionan que haya principios y normas morales de conducta con carácter racional y de validez universal. Ahora bien, el relativismo posmoderno rechaza el universalismo moral solo para poner en su lugar un particularismo o un subjetivismo absolutizados. Es este absolutismo subjetivista, esta autarquía individualista, lo que debe ser filosóficamente cuestionado; es lo que teóricamente está detrás de los hechos denunciados sobre la vida y los comportamientos personales de Michel Foucault. Es, además, lo que ética y humanamente importa de todo este ‘affaire’.

La ausencia de una auto-reflexión filosófica rigurosa es lo que produce equívocos en el pensamiento de Foucault y, sobre todo, en muchos de sus seguidores. En general, el equívoco está en considerarlo un filósofo, cuando, estrictamente, Foucault es un teórico social, un historiador del saber, campos específicos en los que se pueden observar y reconocer aportes valiosos de su trabajo. Pero falta en él la elaboración conceptual cuidadosa, la asunción y explicitación de los principios e ideas generales que orientan su pensamiento y, sobre todo, el conocimiento y la discusión de la tradición filosófica, en sus problemas, líneas y autores principales (cosa que no sucede, por ejemplo, con su compatriota y amigo Gilles Deleuze, filósofo cabal).

Como otros pensadores o personajes, Foucault ni es incuestionable (“su obra nada tiene que ver con sus actos”) ni es cuestionable de forma total (“hay que cancelarlo”). Lo mismo podemos decir del pensador alemán Martin Heidegger (1889-1976) —para hablar de otro caso muy discutido también, y este sí un filósofo—, ni hay que decir que no hay ninguna relación entre su pensamiento o su forma de pensar y la ideología nazi, ni tampoco hay que condenarlo de forma total como un pensador nazi sin más. Como nos lo ha enseñado la hermenéutica gadameriana, el significado de una obra de pensamiento no depende solamente de lo que esta obra dice sino también del intérprete, de la manera como él capta y entiende esa obra. Incluso, hay que considerar que el “autor” llega a fungir también como un “intérprete” de sus propias ideas y obras, y que, como en el caso del artista, su interpretación (las derivaciones que extrae, las aplicaciones que realiza) no necesariamente es la mejor o la más válida. Muchos malentendidos acerca de Foucault o Heidegger son más responsabilidad de sus entrevistadores, seguidores o intérpretes que de ellos mismos. 

Finalmente, hay un doble aprendizaje que extraer de todo esto. Primero (que no es nada nuevo): debemos evitar en el ejercicio del pensamiento el dogmatismo y la sacralización de los autores y sus obras. Segundo: hay que actualizarse, hay que seguir el desarrollo del pensamiento, que no es algo estático. Foucault tuvo su auge en la década de los sesenta y setenta del siglo pasado, hace más de cuarenta años. De entonces para acá “ya llovió”: muchas cosas  han surgido en la filosofía y en el pensamiento en general.

Por ejemplo, el “nuevo realismo” de Markus Gabriel y la crítica que hace al constructivismo foucaultiano y posmoderno, especialmente a la tesis de que no hay realidad ni verdad, que la realidad es algo construido por los sujetos y que la verdad es solo un mecanismo a través del cual el poder se impone sobre los individuos. Esta tesis es, tras su aparente carácter hipercrítico, simplemente absurda, pues si la realidad es construida, ya no sabemos de qué estamos hablando, y si la verdad no existe y es un mero mecanismo político, ¿cómo podemos saber si eso que se dice es válido o tiene al menos cierta plausibilidad? Es el reinado de la irracionalidad sin más.

Hay que avanzar. Téngase en cuenta que quedarse fijado en el pasado, como en cualquier cosa, o mantener acríticamente identificaciones inamovibles, sea cualquiera el objeto de esa identificación, puede llegar a deparar con el tiempo sorpresas no muy agradables. Ya saben: la vida te da sorpresas, sorpresas te la vida, ay…