Entre los personajes políticos o empresariales, los hay de esos con deficiencias de formación básica intelectual, moral, de autoestima o algún otro principio o valor pilar, forjador de la personalidad y la solidez humana, a los que el acceder a puestos de decisión les ocasiona serias complicaciones existenciales, consistentes en un cuadro patológico, semejante a un síndrome, que se denomina coloquialmente como “del tabique”.

El síndrome del tabique afecta a aquellos flamantes funcionarios públicos –mayormente, aunque también los hay empresariales- que por pírrico cargo que ostenten y por el mínimo tiempo que sea, sufren de una automática auto ascensión a semidivinidades (así se sienten), que los coloca, creen ellos, en posibilidad de ver por encima del hombro, incluso a las personas que llevan años de conocer o a quienes incluso los pusieron ahí, con su trabajo y apoyo, ya no digamos al ciudadano común y corriente que, en teoría, sería su mandante originario.

Este síndrome les impide ver, hasta que ya es muy tarde, que el poder es efímero y que, en menos que lo esperan, bajarán del “olimpo” a convivir con los que humilló y tendrá que soportar, con la cola entre las patas, el repudio y la indignación social que alegremente ellos mismos propiciaron, con sus actitudes nefastas.

Los “tabiquíticos” padecen frecuentemente, entre sus síntomas, de suma ignorancia, justo en los rubros y asuntos que tendrían que atender y resolver, ignorancia que no pueden advertir debido a la tabiquitis, que aparejada de esa soberbia patológica, les hace pensar que, además de guapos, son muy sabios, por lo que cualquier ocurrencia que les nazca en su cabecita es, naturalmente, alguna solución magna, una revelación de progreso y bienestar que tiene que ser implementada, y que, en todo caso, cualquier “inconveniente” o “imprevisto” para hacer su voluntad y que se cumplan sus impolutos designios, será culpa de algún maligno tercero (el asesor, el secretario, el asistente, la gente que no entiende, el clima…), y deberá de bastar con algún sencillo correctivo procedimental, aplicado por otro tercero – porque ellos no pueden abrir ni la computadora -, más calificado, pero también más lambiscón, que aquél que se equivocó, para que todo vuelva a su cauce.

Desde luego, las consecuencias de dejar que estos enfermos permanezcan en puestos de poder, ya sean públicos, privados o sociales, son muy lamentables; pero más lamentable resulta que estos señores se acompañen de un séquito de escuderos y pajes quienes son, en ocasiones, peores que sus señores, debido a la fe ciega que les tienen y, claro, en las migajas que esperan obtener de ellos. El trabajo de estos palafreneros, consiste en justificar las locuaces opiniones y resoluciones de sus patrones y trabajar hasta las ojeras para dotarles de cierto grado de sobriedad y factibilidad, a costa de su propia sensatez.

Un buen tratamiento contra la tabiquitis tanto de manera previa como una vez adquirido el síndrome, suele ser tener los suficientes pantalones para plantarse frente al enfermo y sostenerle en su cara, con seriedad y dignidad, posiciones de cordura, con argumentos y conocimientos. Este método suele ser efectivo, en padecimientos leves y moderados. En casos graves la enfermedad es incurable.

Para poder aplicar –y dejarse aplicar- dicho tratamiento de honestidad y sobriedad, se requiere educación, pero no la de las escuelas; ese es más bien adiestramiento, conocimientos y técnicas, y tanto los tabiquíticos como sus séquitos lo tienen en algún grado – bastante pobre, cabe aclarar-; la educación que se ocupa es la que se obtiene en el hogar, con el ejemplo de los padres, hermanos y parientes. El respeto, la dignidad, la conciencia, la vergüenza, la decencia, la responsabilidad y demás virtudes que se adquieren con base en una buena educación son fundamentales para ejercer puestos de decisión con honradez y sentido del servicio y pertinencia; tanto si se es el funcionario como si se es – y quizá más – parte del séquito.

Al término de su periodo, los tabiquíticos tienen una severa decaída, una cruda que tarda en ceder. El periodo de rehabilitación es largo y áspero, y aun así hay quienes nunca se recuperan del todo y, creyendo que la sociedad les debe algo, rascan cualquier oportunidad de volver a treparse en su tabique, así sea el más delgado, a fin de no pisar el suelo.

Un minuto de silencio por esos personajes. Un minuto y a lo que sigue.