El problema no radica en quitar o no los monumentos sino que sólo quede ahí
El problema no radica en quitar o no los monumentos sino que sólo quede ahí

En días recientes ha habido mucha discusión acerca de la posibilidad de remover del espacio público estatuas que son símbolos hispanistas. Tanto en la CDMX como en Morelia se ha planteado la posibilidad de retirar las estatuas de los respectivos espacios que ocupan. Cristóbal Colón en la ciudad de México y Fray Juan de San Miguel, constructor del emblemático acueducto en la “ciudad de la cantera rosa”. Pero esta tendencia efectivamente ha ocurrido cada vez más constantemente en los últimos años en diferentes latitudes de América Latina y con distintos personajes, todos símbolos del pasado colonial que tenemos en común.

Como historiador me llama la atención que uno de los argumentos más recurrentes contra la idea de remover los monumentos hispánicos sea la defensa de “la historia”. Los monumentos no son la historia, pues la historia no es “lo que pasó” y ya. La historia es algo mutable, pues está conformada por una serie diversa, divergente y, a veces, contrapuesta de discursos sobre el pasado. Por ende, es susceptible de modificarse ante nuevas y convincentes enunciaciones, presentes y futuras.

La cuestión planteada implica preguntarse por la función social de un monumento. Un monumento dice siempre más de quiénes somos ahora que de lo que alguna vez fue. Hitler existió y fue real; lo que hizo y sucedió nadie lo niega. Más esto no significa que se le tenga que levantar un monumento. El memorial en Auschwitz existe para recordar, sí, pero existe sobre todo para manifestar nuestra postura crítica ante los hechos de ese cruento pasado.

Para no olvidar están los libros. Para manifestar cuáles son nuestros valores colectivos como sociedad se erigen monumentos. Vale la pena entonces preguntarse y replantearse constantemente por el valor y el significado que ellos representan: ¿por qué los pusimos? ¿qué querían decir entonces? ¿siguen siendo esos nuestros valores? Negarse a revisar estas cuestiones implica negar la posibilidad de la existencia de progreso en la sociedad.

Más importante para dilucidar la conveniencia o no de quitar dichas efigies parece el argumento de que quitar, poner o cambiar una estatua, no afecta mucho la realidad de las personas. Aquellas que, se dice, se busca beneficiar: los subyugados, los excluidos por la sociedad y de la historia. Se infiere que el objetivo pretendido con la eliminación de esos símbolos de dominación colonial es reivindicar a las comunidades indígenas mexicanas. Y efectivamente, quitar o poner estatuas no les afecta demasiado, pero negarles el acceso a derechos y oportunidades que los demás gozamos, sí.

El problema no puede reducirse entonces a simplemente quitar los monumentos, el problema es que eso se quede ahí nada más. Si, por ejemplo, se genera un fondo de apoyos a empresarias y empresarios de comunidades indígenas (salvo el caso de aquellas que, por “usos y costumbres” impidan que las mujeres se dediquen a los negocios), si se crean programas de becas para estudiantes de comunidades indígenas o se implementa cualquier otra medida para combatir la sistémica exclusión y discriminación de la que los pueblos y comunidades indígenas han sido y siguen siendo objeto hasta el día de hoy, definivamente se les beneficiaría más que si sólo nos quedamos en el nivel simbólico de remover figuras, de espacios donde ni las personas excluidas ni las demás pasan una parte significativa de tiempo ni dedican una parte significativa de atención.

El problema de fondo se vería más claro si, una vez retiradas las imágenes de la opresión, el ingreso de miembros de comunidades indígenas a espacios de los que históricamente han sido excluidos, se interpreta como una “intrusión”. La evidencia de prácticas discriminatorias contra la población indígena en México demuestra que los miembros de la sociedad mexicana que no formamos parte de las comunidades indígenas reproducimos, consciente o inconscientemente, prácticas de exclusión. La plena incorporación de las y los indígenas a espacios que les han sido vedados, con mucha probabilidad generaría conflicto a quienes, ocupando esos espacios, han internalizado ideas y prejuicios que refuerzan la práctica de discriminación.

Aquí radica el valor simbólico de remover ídolos coloniales de lugares públicos. Esta tarea tendría que ser parte de un esfuerzo colectivo y deliberado, de una política pública que apoye el proceso de erradicar la discriminación eficazmente. Cualquier otra cosa sería, por parte del Estado, simple política demagógica vacua y oportunista. Pero la eliminación de símbolos de opresión también implica una responsabilidad social de cada ciudadano, en la tarea de concientizar los beneficios y privilegios que “los no indígenas” gozamos a causa de una exclusión que cotidianamente se comete. La responsabilidad comienza, necesariamente, con preguntarnos sinceramente por qué nos ofende tanto que se cambie un monumento. Por qué molesta que alguien quiera alzar la voz para decir que “no todo está bien”.

Probablemente la molestia derive de pensar que ese acto sea el inicio de una transformación en la que ya no se permita que “todo siga como estaba”.