Dicen por ahí, que un buen político debe tener ciertas similitudes con un buen elefante. Se trata de un animal grande que camina con prudencia y parsimonia, utilizando sus grandes y pesadas patas que lo mantienen firme, con los pies en la tierra, tiene muy buena memoria y grandes orejas para escuchar con atención y aprender de sus errores, una gran nariz para olfatear el ambiente, las oportunidades y las amenazas, cuernos grandes que ha desarrollado con el uso y la experiencia para defenderse y atacar de ser necesario, una piel muy gruesa y resistente a muchos tipos de ataques y una cola corta para que no se la pisen. En eso consiste, digamos, el oficio político, tan necesario en el servicio público, como el sentido común en la vida cotidiana, e igual de raro aquél que éste último.

Esta simpática pero certera analogía da cuenta de verdaderas virtudes y características que ha de tener aquel que quiera dedicarse a la política y, con frecuencia, también quien quiera hacer carrera en la administración pública (aclarando que son cosas muy diferentes, esencial y permanentemente enlazadas, pero muy diferentes; se puede perfectamente ser funcionario o servidor público sin ser político y viceversa), mundo este último sumamente celoso e ingrato.

Celosa, porque aquél que se dedica a la administración pública casi no tiene tiempo para nada más (además de que por ley, no podría hacer mayor cosa adicional que la docencia, si es que el horario se lo permite), invirtiendo frecuentemente tiempo básico de calidad de la vida personal; ingrata, porque el buen funcionario público que hace su trabajo con diligencia y responsabilidad rara vez recibe reconocimiento o por lo menos un “gracias”… ¡ah!, pero que no salga algún detalle mal (y “mal” relativamente dependiendo de a quién, qué y por qué le parece mal) porque entonces todo está mal, ¡cómo es posible semejante irresponsabilidad! (por decir algunas expresiones, pero ya se imaginará usted, lector, lo que se llega a escuchar).

El poder desgasta, siempre lo hace, el gobernante debe, sobre todo en los tiempos modernos, procurar escuchar las diferentes voces que pudieran confluir en alguna decisión pública; sin embargo, hay un punto en el termina o debe terminar “la discusión” del programa, política, acción u obra a ejecutar, y la autoridad tiene que ser eso, autoridad, decidir y ejercer como tal. Cuando llega ese punto es sumamente frecuente que, como se conoce en el lenguaje coloquial, “no se le da  gusto” a todos, incluso a nadie, y entonces vienen las críticas: la autoridad “no escucha”, “es unilteral”, etc., y así durante días o semanas.

Ya después, igual de frecuente es que, una vez pasada la efervescencia del asunto en cuestión y asentadas las aguas, la decisión tomada comienza a dar sus frutos y es hasta entonces cuando se ve la conveniencia o inconveniencia de la decisión. Cuando es inadecuada se vuelve a la carga contra la autoridad con mayor ahínco unos días más; lo curioso viene cuando resultó adecuada… ahí todos los críticos se vuelven mudos (recuerden, la administración es ingrata). Y esto es un ciclo que se repite siempre.

Con esto no quiero decir, de ninguna manera, que la participación ciudadana sea un obstáculo. Al contrario, es un requisito para democratizar el ejercicio del poder y fortalecer las políticas públicas, que cualquier gobierno decente tiene que integrar en su modo de trabajo cotidiano. El punto aquí es señalar un vicio que viene muchas veces con la participación ciudadana (como en todas las cosas del mundo, nada ni nadie es perfecto).

Ese vicio consiste en el aburguesamiento o elitización de la participación. Una participación ciudadana democrática genuina no es esa que sólo canaliza las opiniones y busca asientos para líderes empresariales, sociales y mucho menos políticos, que son mayoritariamente gente con posibilidades económicas y patrimoniales holgadas y, sobre todo, con tiempo para dedicarse a opinar en los asuntos públicos. A eso hay que añadirle que, dada su naturaleza patronal y oligarca, su intervención no es sólo para opinar u orientar, sino que juzgan y se erigen en tutores del actuar de la autoridad. Si no se hace como ellos dictaminan, entonces todo está mal.

El detalle de este vicio, es que la participación ciudadana está sesgada, no responde auténticamente a las necesidades y sentir de la comunidad por la sencilla razón de que los ciudadanos “normales” no tienen acceso a ella (tienen que ser del club de pudientes) y corre el serio riesgo de convertirse en un mecanismo de cultivo y protección de intereses personales o de grupo. Y ahí todo se descompone.

Otro elemento que no abona es la opinión publicada (que es diferente de la opinión pública) y sus “opinadores”. Vienen en grupo o en solitario. En grupo, cuando se hace uso indebido de un medio de comunicación establecido, incluso de tiempo reconocido, aprovechando el peso específico del canal, del periódico o la página, para demeritar o hasta afrentar a la autoridad, atendiendo a agendas nocivas, derivadas de enemistades o intereses políticos, económicos o del tipo que usted quiera. O en solitario, cuando surgen estos personajes que, sin la menor información (o solamente con la información que sustente su argumentillo), sentencian, asumen, ridiculizan el ejercicio del poder público. Estos personajes, en su mayoría, son viejos lobos de mar que viven del chantaje, pero en los últimos tiempos ya también los hay jóvenes entusiastas e impulsivos, obcecados por el estereotipo de lo público como maligno y aplaudidos por aquellos clubes oligarcas que gozan del escarnio político del que consideran enemigo, incluso si alguna vez fueron aliados (porque como dice José José, el amor acaba). En ambos casos, la sociedad pierde, porque tiene como único alimento comunicativo, información parcial con un propósito dirigido y con esos insumos tiene que construirse un criterio o una opinión, que ya sabrá usted en qué sentido irá. Eso sí es maligno, para que vea.

Con esta pinza, se le da al traste a la objetividad y a la cooperación social, de manera sumamente injusta, porque, si bien, obviamente hay errores, abusos y demás, en un plano de sensatez, también hay muchas cosas que sí se hacen bien desde los gobiernos del color u origen que sea, considerando las diversas circunstancias, retos y contextos; entonces, cuando la participación es sectaria y la información es sesgada, se contaminan todos los procesos y se dificulta cualquier tránsito para las políticas públicas efectivas.

Por supuesto que, reitero, la participación ciudadana es ya en estos tiempos indispensable para legitimar cualquier gobierno y cualquier administración, pero necesitamos fomentar una cultura de participación honesta, de transparencia y verdadera trascendencia a través de las ganas de construir para todos, no de destruir para unos cuantos.