Ilustración - Recitando a Quevedo, autorretrato - Brenda Oronoz
Ilustración - Recitando a Quevedo, autorretrato - Brenda Oronoz
Ilustración - Recitando a Quevedo, autorretrato - Brenda Oronoz
Ilustración – Recitando a Quevedo, autorretrato – Brenda Oronoz

Melantropía

En el estómago llevo un aullido escondido
que me enfría la sangre y se posa en mi piel
como una mariposa se vierte en las flores.

No me queda nada más por decir.
Los seres melancólicos llevan el olor a humedad
impregnado en la mirada.

Busqué mi rostro en las incontables huidas por la ciudad,
y no se me hizo fácil,
tuve que contarlo
en cada charco
y en cada vidrio
y en cada cielo
y en cada espejo.
Mil rostros diferentes en sólo una mueca.

Mil rostros diferentes, eso suma mis aullidos
que me caminan por los dientes y luego, caprichosos
se me escapan por los brazos,
abriendo mi piel cada luna
abriendo mi piel en luna.

¿Sabes el color del halo que lanzan mis poros?
¿Sabes, acaso, cuál es el dolor de los gritos
que me caminan por las entrañas
como un ejército de hormigas rojas?

Su color es de clavel, clavel que se aparece
como la B que me dibuja con los dedos de la madre.
Y yo los cargo, allí entre la piel y las venas: un lugar llamado paraíso.

Ellos son mi flor más bella y yo soy su enfermedad más dolorosa;
pero ellos me aman como el Dios sabe amar a las palabras.

¿Y para los demás?
¿Quiénes son los demás? Si todos en este mundo
sólo somos alguien doliéndose con sus múltiples personalidades.

Un fantasma ya no llora, sólo calla.

Se me viene lo ausente entonces
como esos lapsos de oscuridad
que hay entre cada color del arcoíris.

Se me viene lo convulso a veces,
y la temblorina también viene.
Algo viene a mí y me transgrede,
como el punto transgrede a las íes.

Mi estómago camina delante mío algunas veces
como si fuera parte del afuera
que me espera para andar por las calles juntos.
El afuera y yo no podemos entendernos,
sólo caminamos como volando en esa babita trasparente
que arrastra el viento y la tormenta.

Hay tiempos
en los que quisiera tener dieciocho patas
para andar
como el docepiés de mi muñeca.

Pero mis aullidos no tienen pies en el afuera,
sólo corren en sueños persiguiendo una huida,
brincando en cada azotea,
donde una vez casi se me cae la que sueña:
esa niñita inocente
que teje con las tripas de los gatos
una crisálida que aún no termina.

Pero no debo preocuparme,
porque aunque a veces se me olvide que llevo embriones
de aullidos en la panza
yo tengo cicatrices como quien cría gorriones
nomás hasta que sepan volar.