Plan Michoacán: Retos en Materia Educativa
Erik Avilés, Doctor en ciencias del desarrollo regional y director fundador de Mexicanos Primero capítulo Michoacán, A.C. Foto: CortesíaMichoacán real estate

El Plan Michoacán por la Paz y la Justicia llegó como una respuesta urgente del gobierno federal al asesinato de Carlos Manzo. La presidenta Sheinbaum prometió construir desde abajo y escuchar a las comunidades, reconociendo que la paz no se impone con la fuerza, sino que se construye con las personas.

El Eje 3 del Plan, denominado “Educación y Cultura para la Paz”, concentra el mayor número de programas anunciados: trece en total. Van desde Escuelas de Cultura de Paz hasta festivales culturales, pasando por becas de transporte, infraestructura deportiva y centros de memoria. En papel, la intención parece noble y necesaria: abordar las causas profundas de la violencia mediante la formación de ciudadanía, la ocupación del tiempo libre juvenil y la construcción de espacios comunitarios seguros. Sin embargo, una semana después del anuncio, lo que se presenta como consulta ciudadana resulta ser un proceso express que difícilmente puede considerarse participación genuina.

Entre el anuncio mediático y la realidad educativa de Michoacán existe un abismo que merece ser documentado, cuestionado y analizado con rigor. Como educadores y ciudadanos comprometidos con el derecho a la educación, tenemos la responsabilidad de ir más allá de los titulares y preguntarnos si estas propuestas son realmente nuevas o simplemente reciclaje de programas existentes, si cuentan con el presupuesto necesario para implementarse, si se diseñaron con participación genuina de maestros, estudiantes, familias y comunidades, y si responden verdaderamente a las necesidades de las escuelas michoacanas que operan en contextos de violencia extrema.

El contexto que no puede ignorarse: educar entre las balas

Antes de analizar los programas educativos del Plan Michoacán, es fundamental dimensionar el contexto en el que pretenden operar. Las condiciones bajo las que operan las escuelas michoacanas son excepcionales y aterradoras. Hay maestros amenazados por negarse a colaborar con grupos criminales o por denunciar el reclutamiento de estudiantes. Existen planteles que han tenido que cerrar temporalmente debido a balaceras en las inmediaciones. En muchas escuelas hay estudiantes que funcionan como “halcones” o vigilantes de grupos criminales desde los doce o trece años de edad. Familias desplazadas interrumpen constantemente la educación de sus hijos al huir de la violencia, generando trayectorias escolares fragmentadas y llenas de vacíos. Jóvenes abandonan la escuela porque el crimen organizado les ofrece entre ocho mil y quince mil pesos semanales, mientras el futuro que promete la educación parece lejano, incierto y poco competitivo frente a esos ingresos inmediatos.

En comunidades enteras, la extorsión hace imposible que las cooperativas escolares funcionen normalmente. Las rutas escolares están controladas por grupos armados, donde el transporte es objeto de cobro de piso o directamente de apropiación criminal.

Este es el Michoacán real, no el de los discursos oficiales pulidos para consumo mediático. Cualquier política educativa que pretenda contribuir a la construcción de paz debe partir de reconocer esta realidad sin eufemismos ni maquillaje político. No se puede hablar de Escuelas de Paz cuando hay maestros que piden licencia porque fueron amenazados de muerte. No se pueden ofrecer becas de transporte cuando las rutas están controladas por grupos armados que secuestran, extorsionan o reclutan a los jóvenes en tránsito. No se puede promover cultura de paz cuando la violencia es la realidad cotidiana que experimentan niños, niñas y adolescentes desde que abren los ojos por la mañana hasta que intentan dormir por la noche, frecuentemente sin lograrlo por las pesadillas.

La educación en contextos de violencia requiere enfoques especializados que el sistema educativo mexicano no ha desarrollado suficientemente. Requiere protocolos de seguridad específicos, atención profesional al trauma infantil y adolescente, flexibilidad curricular que reconozca las interrupciones y dificultades, protección efectiva a docentes amenazados, y sobre todo, requiere que el Estado garantice condiciones mínimas de seguridad para que el derecho constitucional a la educación sea realmente ejercible. Sin esto, cualquier programa educativo, por bien intencionado que sea en el papel, operará en el vacío o simplemente no operará.

El presupuesto fantasma: sin presupuesto público no hay políticas públicas

Uno de los problemas más graves del Plan Michoacán, quizás el más revelador de su naturaleza, es que no especifica presupuesto ni fuentes de financiamiento. Esto no es un detalle técnico menor que pueda resolverse después; es el corazón absoluto de la viabilidad de cualquier política pública. Sin presupuesto claro, todo son palabras al viento.

Urge se publique el presupuesto detallado con costo específico de cada programa y un cronograma de ejercicio presupuestal, con fuentes de financiamiento absolutamente claras: cuánto aportarán la federación, el estado y los municipios, de qué partidas presupuestales se tomará, y qué programas se recortarán si hay reasignación. Y urgen mecanismos de transparencia con publicación trimestral de ejercicio presupuestal, auditorías independientes, portales de transparencia accesibles, y participación ciudadana en vigilancia con comités de contraloría social, posibilidad de denuncias de corrupción o desvíos, y consecuencias reales para funcionarios que malversen.

Sin estas garantías mínimas, el Plan Michoacán es papel mojado. Y la comunidad educativa michoacana tiene derecho absoluto a exigir que le digan la verdad: ¿hay dinero real o son promesas sexenales que desaparecerán?

La simulación participativa

Quizás el aspecto más preocupante del Plan Michoacán desde una perspectiva democrática y de derechos es la simulación de participación ciudadana. La presidenta Sheinbaum prometió solemnemente que el Plan se construiría “desde abajo”, escuchando genuinamente a las comunidades.

El Plan ya está completamente diseñado antes de la consulta. Los tres ejes están definidos, los programas específicos están anunciados públicamente, los presupuestos si existen están asignados, y las consultas no pueden modificar decisiones ya tomadas desde el centro. Sólo se vestirá en una capa externa de esa cebolla con la lluvia de ideas de los pocos que sean consultados. No hay metodología pública transparente: no sabemos qué personas facilitarán los diálogos, cómo se sistematizarán los aportes, qué garantías existen de que las propuestas se incorporarán realmente, ni si habrá memorias públicas de las consultas. Hay control gubernamental absoluto del proceso: el gabinete federal organiza las consultas, lo que es conflicto de interés evidente, con riesgo de excluir voces críticas u opositoras, y probable privilegio para organizaciones afines al gobierno.

El cronograma del proceso se muestra imposible para realizar una construcción participativa genuina. Sirve para legitimación política superficial, para foto mediática de funcionarios en comunidades proyectando imagen de cercanía, para identificación de liderazgos locales para posterior cooptación o control político, y como válvula de escape para dejar que la gente “se desahogue” sin compromiso real de actuar. Es lo que Paulo Freire llamaría “extensionismo”: llevar soluciones desde arriba disfrazadas de diálogo, en lugar de construir desde la experiencia y saberes de las comunidades.

De la gobernanza del Plan Michoacán, después hablamos, ya que no hay un solo viso de que vaya a haber comités ciudadanos amplios y participativos en donde se rindan cuentas al respecto.

Las conclusiones son duras pero honestas: es un plan profundamente insuficiente, peligrosamente vago, sin presupuesto garantizado, con participación simulada y omisiones graves que revelan incomprensión o desinterés por los problemas reales.

Pero esto no debe llevarnos a la desesperanza paralizante ni al cinismo destructivo. Al contrario, debe movernos a la acción organizada y estratégica. Porque la educación en Michoacán no puede esperar a que los gobiernos se pongan de acuerdo o encuentren voluntad política. Cada día que pasa, niños y niñas son testigos de violencias que marcarán permanentemente su desarrollo psicoemocional. Adolescentes son reclutados porque no ven futuro viable en la educación formal. Maestros educan con miedo constante y sin herramientas adecuadas. Familias no pueden acompañar la educación de sus hijos porque luchan desesperadamente por sobrevivir. Comunidades enteras pierden generaciones completas que no volverán.

Educar en el Michoacán de hoy es un acto profundo de resistencia: contra la violencia que quiere arrebatar a nuestros jóvenes para convertirlos en carne de cañón; contra la desesperanza que susurra insistentemente “nada cambiará nunca”; contra la impunidad estructural que permite que esto continúe década tras década y, sobre todo, contra los gobiernos que prometen montañas y no cumplen ni colinas. Además, este proceso resulta sorprendentemente parecido al Plan Michoacán de Peña Nieto y al Plan de Apoyo a Michoacán de López Obrador, de triste memoria ambos.

Sin embargo, reconozcamos que insufla esperanza: de que una generación educada en cultura de paz genuina, en pensamiento crítico, en memoria histórica, en valores de justicia, construirá el Michoacán que todos merecemos; de que maestras y maestros, con su vocación inquebrantable, seguirán educando a pesar de todo; de que familias y comunidades organizadas pueden exigir y construir la educación que sus hijos necesitan; y, sobre todo, esperanza de que no estamos solos: hay redes, aliados, experiencias en México y el mundo que nos acompañan.

Paulo Freire nos enseñó que la educación no cambia el mundo directamente, pero cambia a las personas que cambiarán el mundo. En Michoacán necesitamos esa transformación con urgencia existencial. Y no vendrá de un plan gubernamental anunciado mediáticamente en una semana. Vendrá de nosotros: maestros, estudiantes, familias, comunidades, organizándonos con paciencia estratégica, exigiendo con firmeza, construyendo desde abajo con perseverancia.

El Plan Michoacán puede ser útil si lo tomamos como oportunidad estratégica para exigir que promesas vagas se conviertan en compromisos presupuestados y verificables, para visibilizar la crisis educativa profunda que vive nuestro estado, para articular fuerzas dispersas en un movimiento educativo amplio por la paz, y para construir nuestra propia agenda desde las comunidades. Pero no podemos ser ingenuos ni conformistas. La historia nos enseña dolorosamente que los cambios profundos no los regalan los gobiernos. Se conquistan con organización paciente, movilización estratégica, propuesta técnica y resistencia sostenida.

Michoacán merece escuelas donde se pueda estudiar sin miedo paralizante. Merece maestros protegidos y valorados socialmente. Merece estudiantes con futuro más allá del crimen organizado. Merece comunidades que recuperen a sus jóvenes. Merece memoria colectiva que impida repetir el horror. Merece justicia que sane heridas. Y eso lo construiremos juntos, con o sin Plan gubernamental, porque no tenemos alternativa.

La cita es clara para la comunidad educativa michoacana: organizarnos con inteligencia, exigir con firmeza, proponer con seriedad técnica, construir con paciencia estratégica. La educación por la paz en Michoacán no puede esperar más. Cada día perdido es una generación que se nos escapa entre los dedos. El gobierno debe de escuchar y leer esto, entender los signos de los tiempos y cumplir su papel de servir al pueblo. No blindarse, ni imponer, ni mucho menos simular. ¡Merecemos un gobierno educador!

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Doctor en ciencias del desarrollo regional y director fundador de Mexicanos Primero capítulo Michoacán, A.C.

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