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Por: Mario Teodoro Ramírez

Desde hace varios años López Obrador ha planteado, desde una posición que puede considerarse de izquierda, que el principal problema del país es la injusticia social, y, todavía más, la injusticia y la desigualdad extremas –en un mismo territorio conviven algunos de los grandes potentados del planeta y comunidades en un grado de pobreza al nivel de los peores del mundo. La injusticia es la “causa” de los graves problemas de México; y la injusticia extrema es la condición, el caldo de cultivo de nuestros peores males: la violencia exacerbada, la delincuencia, la descomposición social, el feminicidio, el suicidio, la corrupción, el subdesarrollo social y cultural, etc.

Injusta, y extremadamente injusta, es ante todo la forma de distribución de la riqueza: que unos pocos, muy pocos, tengan mucho, y muchos tengan apenas lo mínimo y a veces simplemente nada. Un pequeño sector acapara los beneficios no solamente económicos sino también culturales y políticos del desarrollo social. Ese sector puede disfrutar de los bienes culturales y artísticos, tiene acceso a los medios de comunicación y tiene la posibilidad de expresar sus opiniones; tiene también la posibilidad de acceder a la esfera política, de obtener cargos en el gobierno, etc. El resto, la mayoría, está al margen de todos los bienes y si acaso puede ver desde lejos o a través de los medios cómo algunos tienen y disfrutan (y despilfarran). En esta desproporción, en este desequilibrio o no parejura consiste la injusticia que nuestro país padece desde siempre y que ahora el gobierno se plantea la exigencia y la posibilidad de superarla.

Con el propósito de atenuar aunque sea un poco la inequitativa distribución del ingreso se presentó un presupuesto gubernamental donde el gasto social ocupa un lugar privilegiado, con programas de apoyo económico a amplios sectores de la población como adultos mayores, discapacitados, jóvenes desempleados, estudiantes de todos los niveles de bajos recursos, campesinos sin trabajo, pequeños productores y pequeños comerciantes, y algún otro. Pero como no se puede repartir lo que no se tiene, el gobierno tuvo que quitar de un lado para dar al otro.

Así, se propuso la aplicación de una política de austeridad gubernamental que incluye la disminución de sueldos y gastos de los funcionarios públicos (ciertamente, excesivos al grado de lo ofensivo en los anteriores gobiernos), la reducción de partidas de diversas funciones e instituciones consideradas no prioritarias (educación superior, ciencia, cultura, política poblacional, órganos autónomos, partidos políticos, INE, etc.), la cancelación de proyectos onerosos como el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, la reducción a la mitad del gasto en publicidad (y la supresión de pagos ilegales a periodistas y empresas para la promoción de personeros del gobierno),  la eliminación de transferencias a organizaciones civiles que supuestamente realizaban funciones que el gobierno no llevaba a cabo, la anunciada política fiscal estricta, contra la evasión y la condonación de impuestos a las grandes empresas, y, en general, una revisión rigurosa de las contrataciones de proveedores y servicios que evite los sobreprecios y otras formas de corrupción en esa área.

Naturalmente, todos esos cambios, toda esa reorientación del gasto público ha producido malestar y protesta en los sectores sociales afectados. Legítimamente o no, muchos se han sentido lastimados por las acciones del gobierno y muestran –porque tienen posibilidad de hacerlo– su enojo y desaprobación, recurriendo a veces a las peores estratagemas contra el gobierno, como la mentira, la falsificación y la propagación desvergonzada de prejuicios clasistas y visiones moralmente inaceptables.

Curiosamente, son esos sectores sociales los que desde siempre se quejan de los problemas de inseguridad y del poco desarrollo del país, los que quisieran vivir como supuestamente se vive en los países del Norte. Pero aquí esta la cuestión: a esa gente le gustaría vivir en un país “mejor” (así dicho, en abstracto) pero no está dispuesta a hacer nada para lograrlo, sólo le preocupa su propio interés y beneficio. Son los que reclaman medidas “duras y ejemplares” contra la delincuencia, la protesta social, el desorden juvenil, los trabajadores insumisos, las huelgas, etc. Son los que se creen a priori merecedores de lo que tienen por el simple hecho de tenerlo, y están dispuestos a defenderlo a toda costa. Ningún cuestionamiento se hacen acerca de si es justo que ellos tengan y otros no. Ni siquiera se plantean si es racional o conveniente para su propio interés la desigualdad terrible que padecemos. Simplemente lo dan por descontado, por indiscutible. Es gente que nunca podría aceptar y ni siquiera entender el principio de justicia del filósofo John Rawls (el teórico de la justicia más destacado de los últimos tiempos; Teoría de la justicia se llama su libro principal), según el cual en una sociedad determinada lo justo no es favorecer igual a todos, sino favorecer más a los menos favorecidos.

Lograr la justicia social en nuestro país, reducir los grandes desequilibrios sociales, combatir todas las formas de desigualdad e inequidad, requiere no solamente de normas coactivas y afanosas políticas gubernamentales.  Requiere también de la disposición de toda la sociedad a lograr ese equilibro. A que cada uno esté dispuesto a perder un poco para que los más mejoren algo. Este no es un asunto ideológico ni meramente jurídico-normativo –y esto nos lleva más allá de Rawls, filósofo norteamericano, a filósofos de nuestro país como Luis Villoro y Enrique Dussel: el problema de la justicia es en última instancia un asunto ético, un asunto de disposición y voluntad, de deseo del bien y de lo racionalmente bueno para todos; de tener un verdadero sentido de la justicia, moral y racionalmente correcto, sin prevenciones ni cálculos egoístas. Pues como dice el filósofo francés Jean-Luc Nancy, justicia no es simplemente dar lo que le corresponde al otro, haciendo cálculos y predefiniendo lo que el otro es y necesita; justicia en un sentido radical es “dar al otro lo que ni siquiera sabemos que le debemos”. La voluntad de justicia requiere, en última instancia, del gesto gratuito, de la capacidad de “dar”, esto es, del amor –del amor al prójimo y al lejano.  El amor desinteresado es lo único que puede permitirnos alcanzar la justicia de modo auténtico y pleno. En verdad, amor desinteresado es una expresión redundante..