Foto. Cortesía

Por : Mario Teodoro Rarmírez

En un artículo reciente publicado en El País, el reconocido filósofo español Fernando Savater se atreve a defender al cantante Plácido Domingo (español, avecindado un tiempo en México) de la condena moral y profesional de que es objeto a raíz de las acusaciones de abuso sexual por parte de varias mujeres, incluidas otras artistas, colegas del famoso tenor.

Savater recurre al consabido argumento de que hay que distinguir al artista de la persona y que la calidad del artista no la define su comportamiento moral –algo que también se llegó a decir a propósito de los cineastas Roman Polanski y Woody Allen, y de muchos otros casos.

Pero ¿es válido este argumento? Un estudiante me decía hace poco que su percepción y valoración de las obras de estos artistas (cantos o películas) ya no era la misma que antes. Así es.

El problema no es solo de carácter moral –que ya es bastante– sino también de carácter estético. Este es el aspecto que el anacrónico juicio de Savater no considera.

Son esos artistas quienes primero destruyen el valor estético de sus obras. El problema no estriba simplemente en que hayan tenido comportamientos inmorales, sino que hayan utilizado su prestigio artístico –el prestigio del arte– para un fin extra-artístico: el sometimiento de mujeres a su voluntad de dominio y control sexual.

Esto es lo más reprobable moral y estéticamente. Pues Kant –y toda la estética clásica– fue bastante contundente cuando estableció el “desinterés”, es decir, la no instrumentalización del arte, como condición de la experiencia estética y del valor artístico. Plácido, Allen y Polanski (y muchos otros) incumplen ante todo la ética propia del artista. Su “abuso” resulta doblemente condenable. Su modo de actuar no solamente afecta a las mujeres que atacaron, termina afectando al arte y al sentido general de la cultura. A todo.


En caso análogo: lo más reprobable moralmente de los sacerdotes pederastas es que utilicen –el colmo de la perversión– el poco o mucho prestigio de la institución religiosa y la buena fe de los creyentes para llevar a cabo sus actos abusivos.

Su comportamiento no solamente levanta un expediente contra ellos sino contra la institución religiosa en general. Pues ¿hasta dónde ha estado penetrada la Iglesia –la católica y todas las demás– a lo largo de su historia por las peores formas de inmoralidad, cubiertas con un manto hipócrita y cobarde de pureza y buenas intenciones? Los casos pueden extenderse a otros ámbitos de la cultura.

Un científico del campo de la neurología con alto reconocimiento, miembro de El Colegio Nacional, Ranulfo Romo, fue expulsado recientemente de la UNAM por acusaciones de violación y hostigamiento sexual contra alumnas y colegas.

Igual que en los otros casos, al amparo del prestigio de la ciencia y de la academia, este personaje abusa de sus congéneres femeninos, bajo la creencia de que su supuesto valor intelectual le otorga una patente de corzo para dar rienda suelta a sus afanes perversos de dominio sexual (el señor tiene más de 60 años). ¿No hay incluso esos “filósofos” que usan a Nietzsche o a cualquier otro pensador –Heidegger, Hegel, Platón– para “seducir” –acosar en realidad– a mujeres sinceramente, ingenuamente, interesadas en el valor del pensamiento filosófico? Hasta pensadoras rebeldes como Simone de Beauvoir o Hannah Arendt fueron víctimas de filósofos “enaltecidos” por el orden patriarcal.


El poder intelectual o el poder artístico al servicio de la dominación machista de las mujeres: pero ¿no es este el rasgo de todo “poder” –político, económico, social– en la sociedad actual y en toda la historia? ¿No es todo documento de cultura, como diría Walter Benjamin, a la vez un documento de barbarie machista? ¿No es toda la cultura, sus “altos” valores, sus supuestos más acendrados, su estructura fundamental, lo que ha venido a cuestionar radicalmente el movimiento feminista? ¿No es la historia general de las mujeres una larga, infinita lista de “me too”? Desde las formas de descalificación más veladas hasta las formas más violentas de trato hacia las mujeres, ¿no son un argumento que clama contra el orden social e institucional y contra el entero orden cultural de nuestra existencia?

La mirada crítica femenina apunta de forma irrevocable hacia la necesidad de construir una nueva cultura, regida verdaderamente por los principios de la congruencia, el respeto, la no-instrumentalización de obras, actividades y personas, la igualdad efectiva y la libertad real de todas, de todos. Refundar la cultura, refundarlo todo. Este es el grandísimo reto que el feminismo y las mujeres nos están lanzando a los varones y a la sociedad, a la humanidad en su conjunto. Hay que responder a ese reto.

Hay que exterminar la lógica de la dominación, lógica machista por excelencia, desde sus formas más burdas –la del violador y el feminicida– hasta las más sutiles –la del “gran” artista, científico o intelectual–, pasando por las más comunes –la peor: el macho mediocre que, como decía Simone de Beauvoir, identificándose con los genios solo por ser varón, se cree superior a la más excelsa de las mujeres y legitimado para imponer su dominio a cualquiera.

Este machismo autolegitimado de todas las formas es lo que hay que derribar de una vez y para siempre. A favor de una verdadera y auténtica cultura, de una humanidad superior, verdaderamente honorable.