Foto: Raúl Tinoco/ Contramuro

Ciudad de México.- A 32 años y seis horas de aquel dantesco sismo de 8.1 grados que sacudió al entonces Distrito Federal en 1985, hoy, 19 de septiembre de 2017, como deja vu, el destino quiso jugar una broma macabra a un pueblo sumergido en engaños e injusticias, pero forjado en sueños y esperanzas de una nación unida.

Las arterias de asfalto que dan vida a la Ciudad de México lucían vacías; el tráfico no existió, en contraste con un día cotidiano. Los autos no viajaban a gran velocidad, no accionaron sus bocinas. La policía no circulaba por doquier persiguiendo al foráneo en busca del pan de cada día y el “hoy no circula”.

Al viajar al sur de la capital se percibía un ambiente diferente. No era aquella ciudad de furia y de estrés que todos conocemos. Fue un escenario cargado de zozobra e incertidumbre.

Cual si fueran hormigas, caravanas de ambulancias, autos y motocicletas de todo tipo, cargados con víveres y brigadistas, viajaban a velocidad moderada, guiados por luces de emergencia que indicaban el lugar donde estaban atrapados aquellos que ocupaban una mano de esperanza.

Edificios y unidades habitacionales que daban protección y resguardo a cientos de familias, colapsaron, cubriendo de polvo, oscuridad y silencio, a una ciudad que parecía no dar cabida a lo que estaba sucediendo.

La gente sin distingos sociales: mujeres, hombres y niños de todas las edades, ordenados de manera perfecta, como si se tratase de una colonia de hormigas, iban de un lado a otro, acarreando escombro de los edificios que yacían erguidos minutos antes del terremoto.

La población sobreviviente, con cascos, cubrebocas, a mano limpia, con guantes, picos y palas, buscaba desesperadamente encontrar con vida a aquel que sin conocer, en ese momento ya formaba parte de su familia.

Miles de personas que daban gracias por tener la suerte de estar con vida, parecían estar dispuestas a entregar la misma para rescatar a aquellos que ya no tenían aliento, y a quienes dosificaban el oxígeno entre los escombros.

Una sociedad sumergida entre los escombros se mostró más que experimentada, que aquel fatídico 19 de septiembre de 1985. Esta nueva generación fue solidaria, no existieron los prejuicios, las clases sociales ni nacionalidades, y el cansancio no hizo mella del único objetivo plantado por la sociedad capitalina: rescatar al prójimo.

El obrero, el doctor, el ingeniero y el licenciado fueron, hombro a hombro, de la doctora, la modelo y el ama de casa, formando cadenas humanas, quitando piedra por piedra para facilitar el trabajo de los rescatistas que, temerarios, arriesgaban sus vidas para sacar a las personas que se encontraban bajo los escombros.

De manera simultánea, un país se solidarizaba. De todas partes comenzaba a arribar la ayuda que aquellos, sin descanso, ocupaban.

Como si fuese una comunidad perfecta, asumían funciones que iban desde la recolección de medicamentos y víveres, hasta el ofrecimiento de sus viviendas, donde cocinaban, daban asilo y apoyo moral a todo aquel extraño que lo necesitara.

Ante una difícil prueba, el capitalino emergió de las ruinas, pero sobre todo, de las descalificaciones para demostrar que es parte una sociedad unida, noble, honrada y humana, ante los desastres naturales que no se pueden controlar.

Hoy, a tres días de lo acontecido y sin descanso, los mexicanos han proyectado una imagen distinta, reflejada en actos solidarios, y más que solidarios, de hermandad con quienes más lo necesitan.