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Por: Mario Teodoro Ramírez

La idea de que la corrupción es la causa última de los males sociales no parece muy aceptada en el ámbito de las teorías sociales y de las ideologías políticas. El insigne profesor Pablo González Casanova escribió recientemente en un artículo en La Jornada que la verdadera causa de los problemas sociales de México es el capitalismo, no la corrupción. Siento disentir del estimado sociólogo, autor del clásico estudio La democracia en México, de 1965, libro que, como a otros mexicanos de mi edad, marcó mi  comprensión de los problemas de nuestro país. Sin embargo, muchas cosas han sucedido en México y en el mundo desde aquellos lejanos años sesenta. Me explico.

            Como fenómeno social, la corrupción es una falta jurídica y moral que consiste esencialmente en la apropiación y usufructo de un bien público por un interés privado. Desde el agente de tránsito que cambia una multa –bien público– por una “mordida” –bien privado–, hasta el alto funcionario o el político que cobra un “moche” (beneficio privado) a cambio de conceder un contrato o servicio (beneficio público). En el fondo la corrupción política significa lo que significa la palabra “corromper”: destruir, descomponer, desnaturalizar, echar a perder, pudrir. Lo que la corrupción destruye es la posibilidad de la vida en común; lo que descompone es el ser de lo público, eso que no pertenece a nadie y pertenece a todos y que es condición de la vida en comunidad. Y cabe aclarar, más allá del clasismo mexicano, tan responsable del acto de corrupción es el que se deja corromper (Bejarano, EPN-Angélica) como el que corrompe (Ahumada, Hinojosa Cantú). ¿O cuál es más de culpar…?

La corrupción es, en general, la inmoralidad de la prevalencia del puro interés privado que ataca desde sus cimientos la posibilidad de la vida social. En este sentido está a la base del “capitalismo”, si definimos este en los términos de Marx como el sistema económico donde unos particulares (los capitalistas) se apropian de la riqueza social (bien público) mediante la explotación de la fuerza de trabajo. Al contrario de lo que afirma Don Pablo, el capitalismo es producto de la corrupción y no al revés. En realidad, la corrupción constituye la esencia última del sistema capitalista. El capitalismo es la corrupción de lo social convertida en sistema organizado y funcional –y la delincuencia organizada no es sino la forma descarnada de la “corrupción capitalista”: el dinero absolutizado sobre cualquier otro valor, incluso el de la propia vida.  

Pero no sólo el capitalismo tiene su causa y su verdad en la corrupción. Todo sistema socio-económico y político disfuncional (patriarcal, dictatorial, burocrático o tecnocrático) que sólo produce injusticia e infelicidad es un efecto de la corrupción. Fue la corrupción lo que acabó con el sistema socialista (la URSS, Cuba). Fue la corrupción lo que destruyó al Partido de los Trabajadores y a Lula. Es la corrupción lo que hizo fracasar hace unos años al PSOE y lo que recientemente ha tumbado al PP en España. Y en México: es la corrupción lo que acabó con el viejo PRI y lo que en la época del prianismo llevó al país a los límites de descomposición, violencia y criminalidad que hemos vivido en los últimos 18 años y que hoy no parecen fáciles de superar. La corrupción, efectivamente, está a la base de todos nuestros males sociales y políticos. Del Este al Oeste, del Norte al Sur.

            La dificultad de los teóricos sociales con el fenómeno de la corrupción estriba en que para entenderlo es necesario introducir parámetros subjetivos y morales, cuando la pretensión científica de la teoría social implica supuestamente que debe atenerse a parámetros meramente objetivos y funcionales, a situaciones que puedan ser juzgadas desde marcos normativos establecidos, y cuyas formas de operar puedan ser observadas –mientras que los actos de corrupción tienen por condición la opacidad (arreglos en lo “oscurito”), el sustraerse de la luz pública. Adicionalmente se ha entendido que la pretensión de objetividad del análisis científico o político implica poner en suspenso cualquier referencia a valores o juicios morales –el científico debe ser moralmente neutral en sus juicios, y el político debe asumir una visión pragmática y funcionalista de la acción social. Lo que importa son las ventajas y el triunfo de una posición, no su calidad moral y la validez de sus fines últimos. Ese objetivismo y ese pragmatismo –amorales y al fin inmorales– es lo que no va más.

            Precisamente el intento de expulsar la dimensión moral de la comprensión de la realidad social es lo que vuelve irrelevante el análisis del fenómeno de la corrupción en todo su significado y su amplio alcance. Más allá de las pretensiones objetivistas y cientificistas de la teoría social y del pragmatismo de la realpolitik (la política “realista”, es decir, la que renuncia a valores éticos por mor del mero mantenimiento del poder), incluso más allá de la disputa economicista capitalismo/socialismo, nuestro tiempo y nuestro país debe disponerse a asumir el carácter irrenunciable de una visión ética de la política y de la organización y el funcionamiento social.

Hoy no se trata de elegir un sistema económico u otro, se trata de elegir un sistema y una forma de vida social no determinada por lo “económico” –por el interés, la necesidad o la dominación– sino por una conciencia ética y una voluntad colectiva que haga prevalecer, espiritualmente, lo superior sobre lo inferior, los valores sobre los meros intereses y el afán de dominación (¿no es eso la esencia de la democracia?). No nos hagamos tontos: creer que una política éticamente orientada es una simple utopía sólo es una conveniente justificación para mantener el orden de injusticia e inmoralidad social existente.

Sin transformación moral no hay transformación social. Sin cambio en las conciencias no hay cambio en la realidad –y al revés. El filósofo mexicano Luis Villoro, quien fue colega y amigo de Pablo González Casanova, no quiso decir otra cosa en su libro El poder y el valor. Fundamentos de una ética política (1997): no hay política válida sin valores y no hay ética auténtica sin praxis social. Cuando no se queda en el convenenciero coto de la vida privada y sabe articularse a una praxis política, la moral se convierte en el motor más poderoso y significativo de la lucha social. El libro de Don Luis debería ser en realidad la guía filosófica y ética de la 4ª transformación y del nuevo paradigma político-social que está proponiendo. Al menos recomiendo su lectura, un verdadero faro para la comprensión de nuestro ser y nuestro quehacer presentes. Quién quita y hoy en México se esté creando, no sin grandes dificultades y entre muchas zozobras, un nuevo modelo político-social para Latinoamérica y quizá para el mundo..